La seguridad pública en México se encuentra atravesando una de sus etapas más complejas y desafiantes en la historia contemporánea del país. Esta situación no es resultado de una sola causa ni puede comprenderse a través de explicaciones simplistas. Es la consecuencia de décadas de decisiones fallidas, de estructuras institucionales frágiles, de desigualdades sociales profundas y, sobre todo, de una fractura cada vez más evidente entre la ciudadanía y las instituciones encargadas de protegerla.
Uno de los problemas más graves y menos comprendidos por la opinión pública es la fragmentación institucional de las fuerzas de seguridad y la profunda crisis de profesionalización que aqueja a nuestras corporaciones policiales. En México coexisten más de mil 600 cuerpos policiales, con estándares distintos, capacidades desiguales y, en muchos casos, sin una coordinación operativa real. Esta dispersión no sólo genera ineficiencias, sino que es tierra fértil para la corrupción, el abuso de poder y la impunidad.
A esta dispersión hay que añadir la carencia crónica de formación profesional de calidad. En muchas entidades, la capacitación policial no sólo es mínima, sino que se limita a aspectos técnicos sin incorporar una visión ética, legal y de derechos humanos. Los policías, especialmente los municipales, son a menudo abandonados por el Estado: trabajan con salarios bajos, equipo deficiente, sin respaldo institucional y enfrentando un riesgo permanente.
Por otra parte, y en algunos casos el Estado, en diversos lugares del país, ha abandonado su función esencial: garantizar la vida, la libertad y la dignidad de las personas. La ausencia de justicia, la impunidad casi total y la complicidad de algunos funcionarios han permitido que se consolide un sistema paralelo de poder, más temido y obedecido que las propias instituciones legítimas. Las consecuencias son devastadoras: miles de desaparecidos, desplazamientos forzados, ruptura del tejido comunitario y generaciones enteras criadas en contextos de violencia estructural.
La respuesta estatal a este fenómeno ha sido ambigua. Por un lado, se han desplegado operativos militares y policiacos de gran escala que, en muchos casos, no logran erradicar las causas profundas del problema y generan daños colaterales severos. Por otro lado, se han tolerado —y a veces fomentado— pactos de facto que perpetúan la impunidad. La solución no puede basarse únicamente en el uso de la fuerza. Es indispensable una estrategia integral, sostenida y con objetivos realistas. Primero, debe fortalecerse la presencia institucional del Estado en los territorios dominados por el crimen, no solo mediante patrullajes, sino con fiscales honestos, jueces valientes, escuelas abiertas, servicios de salud y programas sociales funcionales. La seguridad no puede construirse en el vacío institucional.
Junto con la acción estatal directa, debe impulsarse un modelo de justicia transicional en regiones particularmente afectadas. Esto implica reconocer el sufrimiento de las víctimas, ofrecer mecanismos de verdad, reparación y reconciliación, y construir caminos de salida para quienes, sin haber cometido crímenes graves, están atrapados en estructuras delictivas por necesidad o miedo. La experiencia internacional demuestra que, en contextos de violencia prolongada, la pacificación exige también procesos sociales de reconstrucción, no solo represión.
Finalmente, debemos recuperar la noción de que la seguridad no es la ausencia de crimen, sino la presencia de condiciones para una vida digna. Esto implica empleo, salud, educación, vivienda, respeto, comunidad. Sin estos elementos, cualquier estrategia de seguridad será frágil y momentánea. El Estado mexicano debe volver a ser un garante de derechos, no sólo un administrador de crisis.
*Es Maestro en Seguridad Nacional por la Armada de México
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