La impunidad política no es simplemente un concepto legal o una acusación entre la clase política. Se trata de una herida abierta en el corazón de la democracia que diario nos recuerda de que el poder, cuando se ejerce sin ética ni contrapesos, puede situarse por encima de la justicia. Es la dolorosa constatación de que aquellos que ostentan la responsabilidad de servir al público, en ocasiones, traicionan esa confianza, y lo hacen con la tácita promesa de que sus acciones quedarán sin castigo. Esta realidad genera un profundo cinismo y una desafección creciente en la ciudadanía, minando el tejido social y la fe en las instituciones que deberían protegerla.
El rostro de la impunidad es complejo y se manifiesta de múltiples formas, desde el desvío descarado de fondos públicos, también conocida como corrupción de cuello blanco, hasta la omisión negligente o la protección deliberada de funcionarios que han cometido abusos. Cuando un acto de corrupción sale a la luz, la sociedad espera una respuesta clara y contundente: investigación, juicio y sanción. Sin embargo, en un sistema donde la impunidad florece, lo que se encuentra es una telaraña de obstáculos: investigaciones que se estancan misteriosamente, evidencias que se «pierden», jueces que son presionados o cooptados, y legislaciones que parecen diseñadas para favorecer la huida del responsable. Es la arquitectura del silencio y el olvido.
El drama humano detrás de esta situación es incalculable. Cada acto de impunidad es un recurso negado: una escuela que no se construyó, un hospital sin medicinas, una carretera insegura. La ausencia de castigo para el poderoso envía un mensaje devastador: que existe una ley para la élite y otra, mucho más rigurosa, para el ciudadano común. Este doble estándar dinamita la igualdad ante la ley, que es el pilar fundamental de cualquier Estado de Derecho. La percepción de que la política es un juego sucio, donde las reglas solo se aplican a los débiles, erosiona la participación cívica y fortalece el escepticismo. ¿Para qué denunciar si nada va a cambiar? ¿Para qué votar si el resultado es siempre el mismo?
Para combatir esta lacra, no basta con reformar leyes; se requiere una profunda voluntad política y un compromiso ético inquebrantable. Es fundamental fortalecer la independencia de los organismos de control, ya sean las fiscalías, las auditorías y los tribunales, dotándolos de los recursos y la autonomía necesarios para actuar sin temor a represalias. También es crucial la participación activa de la sociedad civil y el periodismo de investigación, actuando como vigilantes incansables que documentan, denuncian y exigen rendición de cuentas. Solo la luz de la verdad puede disipar la sombra de la impunidad.
La impunidad política es, en esencia, la denegación de la justicia y, por extensión, la denegación de la dignidad. Es un círculo vicioso que debe romperse con la firmeza de la ley y la presión ética de la ciudadanía. Recuperar la fe en la política pasa por restaurar el principio básico de que nadie está por encima de la ley, sin importar cuán alto sea su cargo. Es una batalla diaria, pero necesaria, para que la justicia deje de ser un privilegio y se convierta, de nuevo, en el aire que respira toda la sociedad. De lo contrario, la democracia seguirá siendo una promesa incumplida, sostenida por cimientos de barro.
Negarlo, engañar con otros datos o actuar sólo con una denuncia, no avanza en el combate a la impunidad o la corrupción. Es sólo el engaño para efectos mediáticos.
*Es Maestro en Seguridad Nacional por la Armada de México
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