Por Marcela Jiménez Avendaño
Desde el surgimiento de la democracia como régimen político, la división social ha sido una constante estructural. Aunque la democracia se fundamenta en valores como la igualdad, la libertad, la justicia, la tolerancia, la legalidad y la participación ciudadana, también ha estado marcada por una contradicción de origen: la coexistencia de estos ideales con profundas desigualdades sociales, económicas y políticas. En la antigua Grecia, cuna del modelo democrático, ya se evidenciaba esta tensión entre los “algunos” (las élites) y los “numerosos” (el pueblo), una división que sigue resonando en los sistemas contemporáneos. Esta diferenciación no era solo cuantitativa, sino cualitativa: los primeros eran considerados más aptos para gobernar debido a su acceso a la educación, la propiedad, la retórica y el poder militar o económico. Los segundos, aunque más numerosos, eran vistos como emocionalmente volátiles, manipulables y carentes de criterio y educación para la toma de decisiones políticas. Esta idea fundacional ha sobrevivido a los siglos y ha sido utilizada como base para justificar regímenes autoritarios, excluyentes y verticales.
A lo largo de la historia, esta dualidad entre élites y masas ha servido como caldo de cultivo para ideologías aberrantes que, en nombre de la identidad nacional o la supuesta defensa del “pueblo auténtico”, terminan reforzando la desigualdad, polarizando sociedades y erosionando la convivencia democrática. Estas ideologías, muchas veces sustentadas en discursos maniqueos y populistas, explotan las emociones colectivas, canalizan el descontento hacia enemigos internos o externos —minorías, inmigrantes, élites corruptas o instituciones—, y se legitiman a través de la exaltación de una identidad nacional única y excluyente.
Este nacionalismo como régimen político tiende al autoritarismo porque privilegia una narrativa única, reduce la pluralidad a traición o desviación, y justifica la concentración de poder en nombre de la unidad nacional. La historia nos ha enseñado que los proyectos nacionalistas extremos como el nazismo o el fascismo han desembocado en los conflictos bélicos más devastadores: las dos Guerras Mundiales, la limpieza étnica en los Balcanes o las invasiones expansionistas contemporáneas.
Ahora bien, en épocas de crisis de representación, cuando las democracias no logran satisfacer las demandas básicas de la población —seguridad, empleo, justicia, servicios públicos—, los ciudadanos se vuelven más propensos a aceptar liderazgos autoritarios que prometen soluciones rápidas, aunque eso implique renunciar a libertades fundamentales o debilitar las instituciones democráticas.
Estas ideologías, en consecuencia, se debilitan o fortalecen a la par que lo hacen las democracias Y esto es bastante natural, a más inconformidad de la sociedad sobre los resultados de sus gobiernos democráticos, menos apoyo hacia la misma y mayor la tendencia a aceptar otro tipo de regímenes que prometen atender sus más sentidas exigencias, aunque éstos limiten sus derechos y libertades.
En este escenario emergen los regímenes nacional-populistas, una fusión peligrosa entre la exaltación nacionalista y el clientelismo populista. Estos regímenes manipulan la institucionalidad, persiguen opositores, y gobiernan mediante la polarización constante. Canalizan el enojo social, lo organizan simbólicamente en contra de un “otro” enemigo —interno o externo— y lo explotan como herramienta de control y cohesión. La explotación del odio es su mayor y más poderosa arma porque apela a las emociones primarias de sus seguidores. Y todo ello para preparar legal, presupuestaria y militarmente perpetuarse en el poder, generando distractores de esta agenda oculta y de sus propias incapacidades, deshonestidad y corrupción.
Durante los últimos años, el nacional-populismo (para ilustrarlo mejor recordemos el nazismo o el fascismo) ha resurgido y hoy lo vemos tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo en su surgimiento como catalizadores del enojo social ante las crisis económicas, de seguridad, ambientales, etc., que las democracias no pudieron atender.
En México no somos ajenos a este fenómeno. El nacional-populismo ha encontrado un terreno fértil a raíz del desgaste del régimen democrático post-transición, caracterizado por escándalos de corrupción, desigualdad persistente, inseguridad estructural y una clase política percibida como cínica y desconectada de las necesidades populares.
El ascenso de Andrés Manuel López Obrador en 2018 fue el resultado de un profundo enojo social, capitalizado mediante un discurso polarizante que dividió al país entre “el pueblo bueno” y “la mafia del poder”. Su proyecto autodenominado como la “Cuarta Transformación” se presentó como una ruptura histórica con el pasado neoliberal, pero en la práctica adoptó una lógica nacional-populista clásica: liderazgo carismático, desprecio por las instituciones autónomas, concentración del poder y destrucción de los equilibrios y contrapesos republicanos. Proyecto de destrucción cuya continuidad quedó garantizada con el triunfo de Claudia Sheinbaum en 2024 —quien al consolidar la mayoría legislativa de Morena y sus aliados—, ha perfilado una radicalización de esta lógica nacional-populista.
De ahí que una de las primeras iniciativas impulsadas tras su victoria fue la Reforma del Poder Judicial, que incluyó la elección popular de jueces, magistrados y ministros y que, aunque presentada como una forma de “democratizar” la justicia, la realidad es que esta medida implica una politización sin precedentes del sistema judicial, sometiendo su independencia al control del Ejecutivo y, aún más grave, al riesgo de ser cooptado por el crimen organizado, cuyos tentáculos han alcanzado también a este gobierno.
En un régimen democrático, el Poder Judicial representa un límite institucional al poder, y su autonomía es condición indispensable para garantizar los derechos ciudadanos frente a decisiones arbitrarias del gobierno. La destrucción de ese equilibrio en nombre del pueblo, de la soberanía o de la identidad nacional la ha socavado desde sus cimientos. Y una vez destruidas las bases democráticas, regresar al equilibrio institucional nos costará sangre.